HISTORIA NO CONTADAS DE PERSONAJES DE LA MÚSICA.
Los melómanos de otras épocas enfrentaron dos miedos asociados a un fanatismo casi artesanal, una devoción alrededor de las cintas, también llamadas casetes, que mediaron la transición entre el vinilo y el disco compacto.
El primero era el temor a un protagonista de entonces conocido como «locutor», un rockstar frustrado convertido en tlatoani todopoderoso con una cabina de radio a su disposición y millones de escuchas consumiendo su evangelio. Cuando una estación reproducía la canción más esperada del momento, el melómano se abalanzaba sobre el estéreo, insertaba el casete y oprimía REC y PLAY para capturar esa pieza musical que aún no llegaba a las tiendas de discos. El embrujo de la expectación, una fidelidad que demandaba que uno fuese al mismo tiempo un ente paciente como monje y ágil como gacela. Mucho antes de que Spotify permitiese alquilar el tema deseado con una búsqueda facilona, millones de perseverantes fanáticos gastaron días e incluso semanas esperando a que sonase la mentada canción. Y cuando finalmente brotaban esas notas, imploraban que éstas corrieran de principio a fin sin interrupción. Pero en la era en que los locutores eran tan populares como los semidioses del horóscopo, todo se esfumaba en los segundos finales: el maldito abría el micrófono y atestaba el golpe. «¡Estás escuchando el nuevo sencillo de…!» Y el fan se ahogaba en frustración. Aunque lograda, su grabación clandestina viviría percudida por la intromisión de este conductor que se concebía como ese «elegido» que lo escuchaba todo antes que los humanos promedio, antes que el mundo, antes que Dios.
El segundo temor no era atribuible a un conductor presumido, sino a un pecado tecnológico: delicadas como porcelana, las cintas de casete solían atascarse en los aparatos donde se reproducían. El «enredo» era concepto puro, real. La cinta quedaba prensada en un diminuto submundo donde cabía la punta de un dedo, máximo dos, y así había que extraer el espagueti, con el cuidado con el que se desactiva una bomba. Un jalón brusco rompería esa finísima lombriz que resguardaba la magia.
Esta segunda variante de tragedia musical fue la que, paradójicamente, permitió que unos polluelos suecos con anhelos artísticos rompieran el cosmos de la industria y encontraran el éxito del modo menos pensado.
En la primavera de 1992, Jonas Berggren y Ulf Ekberg se las arreglaron para hacerle llegar al reconocido DJ Denniz PoP una cinta que contenía el demo de un tema titulado «Mr. Ace». Motivado más por un tráfico insoportable que por las ganas de los chavales, el productor insertó el casete en el reproductor de su Nissan Micra y escuchó una ensalada de reggae, rap y electrónica aderezada con un chiflidito poco tolerable. La primera escucha fue suficiente para que Denniz repudiara la propuesta. Sin embargo, cuando intentó retirar la cinta, ésta se atoró. PoP no quiso forzar demasiado el botón EJECT, y se vio obligado a hacer los trayectos en su Micra oyendo la maqueta una y otra y otra vez durante varios días hasta que una mañana halló un par de destellos interesantes a partir de los cuales decidió rehacer la pieza.
Cuando Ekberg y Berggren llamaron a PoP para preguntarle qué había pensado del demo, éste respondió con la alegría de un niño en heladería: «Esperaba su llamada, me interesa mucho trabajar con ustedes y estaré más que disponible en agosto».
Un par de meses después, emergió la versión definitiva de la canción, rebautizada como «All That She Wants» y escogida como la carta de presentación de Ace of Base, cuarteto completado por Jenny y Linn Berggren que llegaría al segundo lugar del Billboard gracias a tal gema cuyo estribillo recordaba a una insaciable mujer del pasado de Jonas. «Esas chicas que siempre están buscando parejas pueden ser fantásticas y a la vez te pueden hacer sufrir mucho», diría Berggren.
En septiembre 1993, un sinfín de locutores de radio rotó el single hasta el hartazgo, la mayoría de ellos atropellando la melodía con su voz antes de que ésta concluyera.
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